viernes, diciembre 19, 2003

El enojo se te escurría desde la garganta como espuma, tras la frase pública que te arengué luego de que al verme te me lanzaste al cuello y me dijiste que una inconmensurable alegría te llegaba y llenaba tanto como el día primero en que la concupiscencia nos envolvió en sus manos; porque, para que lo sepas de una buena vez, me he escondido de ti en ocasiones sobradas para no escuchar el aburrido estribillo de cuánto te has perdido pensando en mí, así como los coros letales y fatales que conjugan verbos como querer, amar, olvidar y otros muchos que te taponean la boca de tantas cursilerías que dan ganas de cerrártela a pedradas, pero que, ni necesidad, porque bastó únicamente con un lástima que no pueda decir lo mismo, para que, primero, se fragmentara y disolviera el fervor que emanabas y apestabas, y, segundo, transformar tu rostro a rabioso y deseoso de una explosión de oprobios que lograron sólo implotar en lágrimas y una frase digna de los más baratos dramas y farsas hollywoodenses que apenas si pudo escapar de tus apretados dientes y que rezaba te aborrezco y te odio: palabras que me han llenado de felicidad porque, espero, sea ése nuestro último encuentro.

Tú, ahora sí, me haces feliz.

lunes, diciembre 08, 2003

Tras un año de aquel encuentro memorable, le confieso que de mi mente y mi vida no podré arrojar el recuerdo de aquellos brazos suyos de Beatriz que me pasearon y llevaron por los purgatorios mundanos de este país, y que tanto anhelé más bien se trataran de los brazos de una Eva que me prometiera el Paraíso.

jueves, diciembre 04, 2003

Fue más o menos a los veinte años cuando, por conocer y saber bien pronunciar tres palabras en un idioma ajeno al mío, me invitaron muy cordialmente a trabajar subtitulando películas pornográficas en una empresa clandestina que había sido montada en incierta casa del barrio Romero Rubio, y en la que pasé varios meses frente a un monitor, sentado en el libreto que querían doblara, tomando notas para hacer algo apoteósico de la relación que sostenía con aquella rubia llorona que idealicé en más de una golosa actriz, pero que, irónica realidad, semanas más tarde, me confesó saber y haber practicado en días recientes tales piruetas con un atleta amigo suyo, y terminó implorando que antes de mi enojo necesitaba irremediablemente de todo mi apoyo, ya que, pensaba y presentía, bien podría terminar alumbrando en un par de meses y semanas, en las cuales no tuve más remedio que gastar mi dinero pornográficamente bien habido en consultas y doctores que terminaron colocándole dispositivos extraños entre lloriqueos rubitos y frases en las que retomándome como verdadero imbécil me pedía neciamente fuera yo su pareja por los siguientes cincuenta años, a lo que, antes de lanzarle a la cara que lo idiota no me podía durar siete décadas, le dije sin presunción que al no saber en realidad de otras lenguas, había yo inventado los diálogos de todas las erotopelículas que había subtitulando, utilizando, primero, nuestras sendas conversaciones y, después, imaginando las recortadas y quejosas charlas que nuestra ropa podría escuchar en un rincón, y cuyo resultado anhelé fuera no una confesión como la que me había hecho sino una ilustre carrera en el mapa de las letras nacionales, porque tal era el destino que quería trazarme; aunque mi destino, descubrí, fue que se carcajeara diabólicamente otra vez de mí.

Me ilustraba mis recuerdos esta imagen porque me detuve a cavilar sobre el último billete electrónico que me hizo llegar para hablar de lo que usted considera prosa y también en el comentario que le referí sobre sus bizarros gustos literarios, y que por supuesto estoy abierto a debatir y argumentar que sí, ni modo de negarlo, alguna ingrata ocasión el onanismo mental me ganó y me descubrí soñando, no sólo a partir de esta penoso incidente sino de una interminable hilera de sucesos, que quizá mi vocación y oficio estaba en las letras, y que, lejos de seguir la congénita condición de pobretariado que me legó mi padre y al él el suyo y así sucesivamente, podría gastar mis días en cafés parisinos escribiendo epopéyicas novelas y sesudos ensayos literarios que enaltecerían la narrativa de este desvencijado país y toda Latinoamérica, y que me valdrían tanto el reconocimiento de generaciones y generaciones y cantidades y cantidades de dinero, que me permitirían darme la gran vida de despilfarro que nunca he tenido y que, por lo que veo, nunca tendré.

Debo aclararle que he olvidado ya aquella pueril y absurda querencia de ser escritor, y si me tomo un par de minutos al día para amontonar palabras o para leerlas es porque la ociosidad me gana, y lejos de su planteamiento con el que estoy en completo desacuerdo, no encuentro claridad alguna cuando typeo o leo, pues si en algo me he especializado es en dudar, que no es otra cosa que la resaca de cualesquiera lecturas: mientras uno las consume parece que vive un estadio verdaderamente placentero, para luego hacerlas a un lado y sumergirse en pavorosas y devaneantes ideas que crecen y se multiplican al compás de otras tantas lecturas que me llenan de oscuridad, misma que usted me imputa junto con esas características religiosas que sólo he conocido en la literatura y que encuentra obligadamente en mí por su romántica educación y formación que, pese a que no le importe, le ha valido el reconocimiento internacional de escritores y críticos por su trabajo poético, el cual se ha afanado en mantener al margen, no sé si por auténtica humildad o exagerada soberbia, pero que me ha convertido en seguidor incondicional de su trabajo.

Su pésimo gusto se cuece a parte.

sábado, noviembre 29, 2003

Sólo los ojos de Pancha ái nomás.

jueves, noviembre 27, 2003

Hablabas colérica y me repujaste la cara de felicidad diciéndome que me extrañabas como loca y desesperada, porque luego de tantos meses en los que habíamos decidido vernos sólo para tomar café y hablar el complejísimo Umgangsprache con el que tanto te deleitas y con el que me arrojas las insinuaciones más sucias que tu imaginación da, aseguraste era posible, más bien una realidad, que no obstante de que te ha dado por salir con un orangután europeo, con quien según referiste habías encontrado "la felicidad" (lo que quiera que eso signifique), te percataste que muy a pesar de que fui siempre tu Johnny Depp de petatiux, a mi lado reías como enajenada por horas y horas, haciendo plena alusión al día en que estabas enferma de fiebre maligna y en el que, movido por la preocupación y mis ganas depravadas, te acompañé invariablemente durante desayuno, comida y cena: desde que el sol hubo salido hasta que tu padre, que llegaba al final de la noche, te sorprendió paladeando mi saliba y, haciendo gala de su enorme fuerza brutal, me pidió, lleno de ira y violencia, que me fuera.

Yo te respondía eufórico pero sosiego que había dispuesto distanciarnos porque tu atractivo de nympheta había colapsado mis deficientes facultades mentales y llevado casi a la locura por evitar a toda costa que nuestros epopéyicos encuentros lascivos, primero, fueran eternos, y, segundo, para que esas deliciosas charlas que buscábamos al menor pretexto y que estaban condimentadas de comentarios húmedos que nos obligaban necesariamente a hacer nudos marinos con nuestras piernas debajo de la mesa, fueran asimismo infinitas, pero distanciarnos sobre todo porque luego que regresaste de tus viajes por las europas, en los que sólo aprendiste a liarte con monos blancos, te diste a la tarea de seguir coleccionando en tu lista de galanes importados a cuanto individuo del viejo continente te encontrabas y, disciplinada como eres, diste con el mandril del que hablabas al principio.

Y lo hiciste de nuevo: destrabaste nuestras piernas y te asiste con fuerza a mi brazo para salir por el Umgangsprache con todo y Betonung.

martes, noviembre 18, 2003

¿Quién soy?, ¿dónde estoy?, ¿cómo llegué aquí? son preguntas no de índole existencial sino más bien las que me formulé, de pronto, cuando me encontraba frente al televisor mirando los aburridos noticieros de la mañana, en plena resaca, y caía en cuenta de no recordar en lo absoluto la noche anterior ni cómo había ido a parar a la sala de mi casa, recostado en el viejo sillón, mientras sostenía una taza con cereal que yacía en mi estómago y que religiosa y ñoñamente desayuno todos los días. Tenía la mente en blanco, pero un pensamiento aterrador me sobrevino e imaginé que lo más probable fuera que luego de que nos echaran de aquella lúgubre cantina en la que tomábamos como cosacos o colonos de azotea de la Del Valle, nos hubiéramos dirigido sin mediar idea alguna a ese lugar al que tantas veces me insististe te invitara, pero que a mí me parecía un exceso: y es que llevarte hasta mi hogar sería mi completa perdición y la cúspide de tu mácula invasión a mi vida, y no lo digo porque de alguna manera quisiera yo apartarte y alejarme de nuestros viscosos encuentros, pero debido ya a la ingente cantidad de veces en que me has puesto una argolla en la nariz para arriarme como buey en la vereda de tus caprichos, se me ocurrió que el verte ahora brincando triunfadora entre gritos y exhalaciones precipitadas sobre mi cama significaría irreparablemente que habrías tomado el último rincón de mi intimidad y con ello el control absoluto de mi vida, a lo que, tú sabes, me niego rotundamente.

Y entonces, tras darme cuenta que, y no lo digo por ti, aún me gusta malgastar mi tiempo escuchando mensadas, me levanté trastabillando para correr a mi alcoba y corroborar que de ninguna manera mis ganas voluptuosas y las tuyas se habían consumado, dejando como saldo único, en mi cama, tu cuerpo inerte, lleno de sueños, al lado del aroma de tus secreciones y quizá también de mis lágrimas y mis confesiones de este idilio tormentoso. Pero afortunadamente nada hallé en las sábanas, donde sólo se encontraba revuelta mi colección de revistas obscenas con las que tanto me divierto y con las que inexplicamblemente me acuerdo de ti; aunque de anoche no recuerde en lo absoluto por más esfuerzos que haga. Tú, en cambio, me telefoneaste por la tarde para decirme que acababas de despertar, y que la noche de anoche jamás (y remarcaste el jamás) la olvidarías porque "nuestro" amor era verdadero.

jueves, noviembre 13, 2003

Tú, tranquila, hoy me entregan mi teclado y podremos sentarnos, uno al lado del otro, para que me corrijas los acentos.

Te veo en la tarde.

viernes, noviembre 07, 2003

Sin paráfrasis de nadie, mira, imbécil, �ndate con cuidado porque el día en que te vea voy a partirte la madre.

jueves, noviembre 06, 2003

Con cierto temor a mi reacción y con un húmedo y caliente halo que se condensaba en mi oído, me confesaste ser partidaria de aquella sentencia que obliga a tratar siempre a una mujer con el mismo respeto que le prodiga un plebeyo a su generosa y justa soberana, pero que a la hora del ayuntamiento debe uno dedicarle los mismos maltratos y oprobios que le merecen la más popular e intimada de las cortesanas, porque, al fin y al cabo, concluías, es lo mínimo que puede hacer un hombre por la suya. Yo, desde el momento en que salimos de aquella sala de cine, había evadido cada una de las tantas tonteras que tanto te gusta discutir hasta que la garganta se te desangra y vomitas no sólo cuágulos, sino también más improperios en contra de quien se deje, y pensaba entre tanto qué le diría a la ex mujer de Krauze que inexplicablemente consiguió mi número telefónico personal y me pidió que uno de estos días tomáramos un café y charláramos de temas más bien personales, ya que su comportamiento me pareció poco ordinadirio la última vez que nos vimos en un evento social al que asistí por casualidad y en donde ella me llevaba de la mano de un lado a otro presentándome con hartos fulanos y fulanas. Pero no tuve oportunidad de terminar con mis perogrulladas ni de seguir ignorándote porque tu contundente afirmación me orilló a pensar que te referías a que probablemente querías probarte como contorsionista o acróbata a la hora de intercambiar fluidos, y se me ocurrió que tal vez me estabas proponiendo materializar y consumar lo que dejamos inconcluso por culpa de tus necias ideas acerca de que no me importas ni me interesas en lo más mínimo.

Los ojos me brillaron y me volví con una sonrisa para mirarte detenidamente y comprobar que hablabas con plena seriedad. Y no supe ya entonces si había sido una broma de pésimo gusto o si, como aclaraste enseguida, estabas convencida de que debías conducirte como meretriz no para volver tu vida sexual un canto épico lleno de gloriosas batallas, sino más bien para que al momento de que te sumaras con otro alzaras la mano y pidieras que la cuenta se depositara ahí. Y te aclaro que no logré dilucidar tus aseveraciones puesto que mientras terminabas con aquel enunciado, ya me habías tomado del cuello y mordías el lóbulo de mi oreja, para luego alejarte corriendo y cambiar de tema inquiriéndome por la respuesta que me había dado la editorial regia por el libro apócrifo que les había enviado meses atrás.

He pensado en ti todos estos días y no sé si es ya hora de pagar todos mis desprecios.

viernes, octubre 31, 2003

Qué grande fue mi tristeza cuando aseguraste que eso de fumar y beber eran sólo el principio de una vida que seguramente desembocaría en errar de aquí para allá como alcohólico teporocho, porque, valga repetir las palabras fatales que tu madre me embarró mientras su mirada llena de indignación y enfado me barría de pies a cabeza, a la vez que pensaba con angustia y una lágrima en el ojo que si al tener su hija amistades como yo era porque probablemente había fallado como progenitora, pero me confesó que no bebías ni gota de rompope porque tú sostienes que, tras la resaca, lo trágico no son los malestares físicos ni morales, sino las decenas de neuronas que mueren y cuyos cadáveres quedan en tu conciencia debido a la exagerada ñoñez y puritanismo que practicas, y del que por poco me contagias cuando me insitaste a correr a tu lado todas las mañanas en los Viveros de Coyoacán. Yo, desde luego, me negué rotundamente, puesto que no iba a desaparecer sólo por tus desconsiderados caprichos un excedente en lípidos que tan bonachón y simpático me hacen ver y que tanta cebada fermentada y comida nada nutriente pero muy sabrosa me ha costado.

Aunque si te soy franco, debo aclarar que por un momento mi imaginación me sorprendió con una escena que jamás creí posible: tú vivías a mí lado y por supuesto yo había seguido tus múltiples y soporíferos consejos para llevar una vida de pereza y bienestar con el fin de alcanzar una longevidad horrorosa al lado de cuantiosos chamacos, hijos solamente del pecado llamado lujuria que supongo sería el único exceso al que me darías acceso. Pero los anhelos de mi vida pronto me abofetearon señalándome lo ridículo y espantoso de esta pesadilla, y, sin más, me regresaron los pies a la tierra: amo y gozo todo lo que engorda, hace daño o está prohibido; tú, en cambio, quisieras desproveer de colesterol todas las yemas de huevo y hacer de lo correctamente político un verdadero lodazal, en el que quizá debiera luchar contigo encarnizadamente, cuerpo a cuerpo, no sé si para darle un poco de sentido a mi fragmentaria e incorregiblemente aburrida vida sentimental o sólo porque eres la única mujer que me ha propuesto semejantes atrocidades con el objeto de hacerme experimentar lo que ninguna otra.

lunes, octubre 27, 2003

He tenido unas urgentes y reprimidas ganas de empuercarte con mis oprobiantes parrafadas y mis delirantes monólogos. No sé si te apure tanto como a mí verte o leerte, pero el teclado de mi computadora está en huelga porque asegura que sólo salen infamias y calumnias de mis dedos. Este esquirol cybercafé desde el que ahora escribo, me da desconfianza.

Espero, técnico mediante, (d)escribirte un poco más este fin de semana.

viernes, octubre 17, 2003

Días atrás recibí un correo electrónico que venía firmado por la fémina que me golpeó las vísceras y los sentimientos con tubo y roca, provocándome cierto aturdimiento, mareo y hemorragia, que me duraron varios meses, años para ser exactos, y de los que no me podía reponer porque, hay que ser sinceros: a) no quería; b) me perseguía su sombra, y, c) dicho sea entre nosotros, porque ella era toda una mujer en el sentido lato de la palabra. Un día, sin más, se acabó lo suyo y lo mío y guardé las fotografías mentales y frases célebres de aquella relación en un archivo muerto, al lado de varios libros de poesía joven y otras tantas cosas que me aburren, y lo arrojé en el camión de desperdicios y basura, porque, francamente, ya no hacían falta. En fin, que en el mensaje electrónico, entre otras frases, había una de reclamo, porque en varios meses yo no me hubiera tomado la molestia de escribir unas líneas para avisar por lo menos que seguía vivo. Debo admitir que de entrada la petición se me antojó igual a la que me habías escrito también hacía un par de semanas y en donde alimentabas mi botijón ego al decir que me rockestareaba por no enviar o contestar mensajillos de ocasión.

Extraordinario.

Tú fuiste también una mujer que con tubo y caguama me golpeaste, aturdiste y dejaste fuera de mí. Desde aquel momento en que me tomaste de la mano para cruzar la calle, mientras llevabas mi brazo completo a tu hombro y tu otra mano se escurría entre mi cintura y me pedías que al llegar a la cantina en la que nos amanecimos te acompañara al baño porque no querías estar sola, y pese a que lo niegues, también porque te diste cuenta que mis brazos estaban hechos a la medida de tu cuerpo, tanto que pasamos horas y horas bailando pegaditos, desde ese momento tu boca y sonrisa que minutos atrás me habían insultado y que minutos después yo probaría preso de amor y lujuria, me sedujeron, y sin saber por qué sucumbí ante tus ojos que se cerraban y tú, llena de frío, miedo y cansancio, sólo alcanzabas a decir abrázame.

Pero no, los mensajes en nada eran iguales, ya que tú respondías al llamado que yo te había hecho y no al sobresalto de la inquieta curiosidad y la imprescindible nostalgia, aunque invariablemente llevará el mismo reclamo. Son tú y ella dos mujeres iguales, por el cariño, la entrega y la límpida lascivia que en mí provocaron (tú sobre todo con una espantosa impunidad), como extremadamente disímiles pues mientras contigo me entendía con palabras, gestos y leperadas, y gustábamos de intoxicarnos y bailar hasta que el sol saliera y yo necesariamente tuviera que dormir al lado tuyo, con ella no gustaba de bailar ni mucho menos de intoxicarme sino de comportarme de forma inefable porque aún me pregunto qué pasó durante todo ese tiempo.

Sí, he de confesarlo, te extraño pero me doy cuenta que ahora el amor es menos intenso que la nostalgia.

martes, octubre 14, 2003

Luego de todos estos días en los que no habíamos cruzado palabra alguna, hablaste iracunda por teléfono para, con toda la fiereza que tus molares y colmillos te permiten, aventarme en cara que te habías enterado que el domingo anterior me vieron caminando por la avenida de los Insurgentes al lado de una mujer de ombliguera que no paraba de reír ante la sarta de incoherencias que se me ocurrían, así como por las viscosas cosquillas que mi inquieta lengua le provocaba en su agridulce cuello de cisne. Cállate, pendejo, me tienes harta, eres un pitofácil, aseveraste haciendo gala de la finísima educación que siempre te caracterizó y con la que te diste a conocer en esas cantinas apestosas de las que me telefoneabas para que fuera a por ti y pagara la cuenta, porque, sobra decirlo, pero en esos momentos te volvía a renacer inexplicablemente una desbordada pasión por mí.

Pensé que tu llamada tenía como fin último saber qué ha sido de mí durante estas largas semanas, o para plantearme una solución para sacar el televisor de tu padre de la casa de empeño o, por lo menos, para ayudarte con la mudanza, otra vez, del cuchitril que rentas en Xochimilco a la casa de tu hermana la menor; pero no, parece ser que lo único que te mueve son tus arranques malévolos por molestarme y el malsano objeto de poner fin a mi vida con las demás mujeres. Desde hace años que te conozco, y no has hecho más que ponerme piedritas en el camino y utilizarme como imbécil y salida a tus tantos y absurdos problemas y mentiras en las que ya no caigo porque me sé al pie de la letra cada una de tus artimañas: cuando te comenté que sin saber por qué fui a parar al último rincón de este país y caí rendido a los pies de una mala poeta etílica, utilizaste una más de tus mentiras y argüiste que estabas encinta y que indudablemente la autoría pesaba sobre mis hombros, pese a que tú misma no creiste una sola de tus palabras porque sabías que la única vez que amanecí a tu lado fue cuando enfermaste de varicela y tu madre me pidió que viera por ti mientras ella regresaba de Boca del Río.

Y aunque no has dejado de llamarme onanista amateur, en activo las veinticuatro horas del día y de la noche, no había levantado el silencio porque me tenía sin el menor cuidado lo que pensaras de mí y de mi rutinaria y monótona vida, en la que habías desaparecido hasta el día de ayer en el que tuve que soportar la saliva que escurría del teléfono por tantas y semejantes majaderías e insultos. No, querida, no más, puedes ya buscarte otro más imbécil que yo para tu puerquito porque no estoy dispuesto a soportar uno más de tus somnolientos arrebatos.

lunes, octubre 13, 2003

Cuando dos caminos, luego de atravezar los mismos ríos, cordilleras y empedrados, insisten en encontrarse es porque probablemente llegan al mismo lugar o simplemente son dos formas distintas de distancia entre dos puntos.

lunes, octubre 06, 2003

Ayer tenías frío y fiel a tu costumbre pediste que te abrazara y apretujara con un fervor que sólo ya tú imaginas y recuerdas, porque, a lo que a mí respecta, al escuchar tu repetitiva invitación me dieron unas todavía reprimidas ganas de responderte que si querías entrar en calor lo único que podía hacer por ti era apedrearte; y es que, si vamos a ser sinceros, me aburres tanto o más que cualquier libro de poesía joven.

No, por favor, no quiero que me tomes a mal este comentario, pero así como me confesaste tu inexplicable intolerancia hacia mi manía de pasar días enteros encerrado sin comunicarme en lo absoluto contigo o nuestros amigos comunes —días en los que paso horas y horas vegetando y escuchando brit pop y alguna que otra ópera wagneriana, mientras entre otras cosas pienso cuál es el sentimiento que aún nos liga—, así te soy franco, y asimismo te juro que muy a pesar de que vives a la vuelta de mi casa, me da una soberana flojera, ya no digamos de ir a verte, sino de alzar el auricular y llamarte.

¿Recuerdas la noche en que caminábamos por las húmedas calles del centro de Coyoacán y tú te sujetabas de mi brazo mientras me contabas cuentos léperos al oído para avivar mi imaginación y lujuria? ¿Y recuerdas que tras el lascivo beso que te propiné para que te callaras y me dejaras pensar tranquilamente en una carta que debo escribir a una editorial regia para evitar a toda costa que publiquen un manuscrito apócrifo que les mandé, te comecé a recitar de memoria un pasaje de El jardín de la luz Pues en ese momento sí lograste encender mi mojigata pasión, pero traté de contenerte luego de aquel beso con algunos soporíferos versos que, sin saber por qué, recuerdo y cito a la menor provocación. Pero para mi sorpresa tú me pedías con los labios húmedos y tu cuerpo entregándose que siguiera, que no parara. Eras presa de un éxtasis carnal indescriptible; con ese tono de hablar ensalivado y tierno parecías quinceañera copulando a escondidas de sus padres. Pero mantuve mi cordura y lo único que lograste fue que te pidiera un taxi y te mandara a dormir y a soñar con más versos huertianos, mientras yo regresaba caminando a mi casa y pensaba otra vez en el fastidioso tema de la carta.

Si no fuera por tus lúbricos ataques, cuánta distancia ya mediaría entre nosotros.

jueves, octubre 02, 2003

Desde niño las cuestiones religiosas me daban miedo. No se trataba de hablar de ese lugar común en el que un hombre semidesnudo cuelga de una cruz por unos enormes clavos, mientras cantidades de sangre escurren por sus carnes lastimadas, y uno se esconde tras la falda de la madre al ver al lacerado que dice se entrega para redimir a la humanidad de sus supuestos actos "malvados". No. Las cuestiones religiosas implicaban necesariamente ese inexplicable acto de fe, en el que el móvil, el fundamento, se centra de una forma u otra en una intención furtiva.

Recuerdo a un maricón malabarista que con ramas de pirul, huevos y una gallina negra en mano, lanzaba conjuros virulentos en los que además de restregar los pirules por todo el cuerpo de mi anciana vecina y convocar extraños y conocidos espíritus al ritmo de un cántico que lo único que lograba inspirar era una zozobra oscura, nos maldecía a un grupito de escuincles y a mí, porque aseguraba que nuestras almas formaban parte de esos seres del más allá que tenían hechizada a la nonagenaría, por nuestras "perversas" actitudes frente a la vida. Chamacos feos, yo sé que ustedes son unos cerdos y que todos los días se agarran allá abajo cuando ven las obscenas revistas de sus padres, decía el malabarista con palabras harto aburridas, mientras manoseaba el lugar donde se suponía debía tener o tuvo su sexo. La consigna inmediata entre nosotros mocosos era ese pinche maricón te estaba mirando a ti y te va a llevar a comer pirul con caldo de gallina negra, y darte besos en la boca, lo cual tratábamos de negar asegurando que no era a mí al que le clavaba esos ojos delineados por cosméticos baratos.

Entonces, como ya lo había dicho antes, no eran las friegas que el brujo afeminado le propinaba a la anciana, cuyo cuerpo en verdad no necesitaba alejar malos espíritus sino únicamente descansar para siempre; ni tampoco era el lenguaje que había adquirido el malabarista tras haber sido educado en una familia de albureros. No. Lo que nos perturbaba era la intención malsana con que lanzaba miradas llenas de odio y lujuria. Y también con la anciana, a quien las sandeces mariconas sólo le hacían pensar que tras semejantes vibras, alejaría todo mal de ojo, vudú o hechizo que pudiera tener, incluyéndonos a nosotros que gustábamos de hacerle burla por las decenas y decenas de gatos que tenía en su casa, y que probablemente serían la verdadera causa de sus enfermedades y padecimientos, ya que a la exorcisada no sólo no le daba tiempo de limpiar las heces de sus felinos sino que preparaba diariamente sus alimentos de ella y de sus animales en condiciones muy insalubres.

Y también en el lado anverso.

Mi obesa y campechana tía vivía en la calle aledaña y yo la visitaba invariablemente todos los días para llevarle algunos recadillos de mi madre, pero sobre todo para admirar una extraordinaria capilla que había levantado en el comedor de su casa y en la que había más figurillas de madera y plástico, e ilustraciones, que en la iglesia de la esquina, sin contar, claro, con una ingente cantidad de veladoras que otorgaban un aspecto siniestro antes que tranquilizante. Mi gordita pariente gustaba y disfrutaba cada una de las veces que se inclinaba frente a su colección de monos y estampas a rezarle a todos lo santos y pedirle hasta por el bien y la salud del caldo de res, las tres piezas de carne, el kilo de tortilla y el litro y medio de agua de horchata que acababa de llevarse a la boca, sin, por supuesto, sentir remordimiento alguno por su insaciable y abominable gula.

El miedo se apoderó también de mí al ver cómo se comportaba mi recta, redonda y tan bien conducida tía, pues lejos estaba yo de tomar esa cordura y compostura con la única intención de quedar bien con un dios que castigaba y me exigía de una fe ciega que mis padres no habían logrado inculcar ni yo aprender. Eran matices los que diferenciaban unas intenciones de las otras: al brujo maricón le bastaba con encender una veladora negra y hacer uso de su bien lograda violencia verbal, mientras que a la hermana de mi padre las veladoras blancas y las frases en las que incluía palabras como no-merezco, perdóname, servidora, castígame, a-tus-pies, líbrame, de-rodillas y otras más que mi memoria ha suprimido por cuestiones de salud mental, le valían que todos los días quisiera mirarla con morbo encender las decenas y decenas de veladoras y contemplar con sorpresa sus ojos en blanco que sucumbían por un Padre nuestro que le llevaba al orgasmo.

Y conste que todo fue por sus creencias religiosas y esas intenciones furtivas que lejos de tomarme de la mano y llevarme a un estado placentero, me orillan al miedo y a la angustia.

martes, septiembre 30, 2003

Ruptura
Nunca me he sentido identificado con ningún grupo en especial; las sociedades, las sectas, las cofradías, los colectivos, las mafias, las uniones, las organizaciones, los rebaños, las castas, los clubes, las parejas, los tríos, los conjuntos, los séquitos, los cárteles y toda forma de asociación me resulta patética. No soporto a quienes plasman su vida en la colectividad, a los que no saben vivir de otra manera que no sea en masa; ni tampoco soporto a aquellos que se distinguen de sus grupos por ir al frente, a la cabeza, a los jefes de las masas. No soporto esa idea de conglomerarse bajo una misma bandera. No soporto el comulgar bajo el amparo del estar de acuerdo; aquellos que se dedican a destruir al bando contrario, al hegemónico o al minirotario, son un somnífero letal en mí: los principios e ideales de un grupo me aburren. Hay que romper, apartarse, alejarse de toda legión, de todos aquellos que se unen en busca de calor humano.

jueves, septiembre 11, 2003

9-11

Hoy, precisamente, es aniversario del natalicio de la niña de las flores.