martes, noviembre 18, 2003

¿Quién soy?, ¿dónde estoy?, ¿cómo llegué aquí? son preguntas no de índole existencial sino más bien las que me formulé, de pronto, cuando me encontraba frente al televisor mirando los aburridos noticieros de la mañana, en plena resaca, y caía en cuenta de no recordar en lo absoluto la noche anterior ni cómo había ido a parar a la sala de mi casa, recostado en el viejo sillón, mientras sostenía una taza con cereal que yacía en mi estómago y que religiosa y ñoñamente desayuno todos los días. Tenía la mente en blanco, pero un pensamiento aterrador me sobrevino e imaginé que lo más probable fuera que luego de que nos echaran de aquella lúgubre cantina en la que tomábamos como cosacos o colonos de azotea de la Del Valle, nos hubiéramos dirigido sin mediar idea alguna a ese lugar al que tantas veces me insististe te invitara, pero que a mí me parecía un exceso: y es que llevarte hasta mi hogar sería mi completa perdición y la cúspide de tu mácula invasión a mi vida, y no lo digo porque de alguna manera quisiera yo apartarte y alejarme de nuestros viscosos encuentros, pero debido ya a la ingente cantidad de veces en que me has puesto una argolla en la nariz para arriarme como buey en la vereda de tus caprichos, se me ocurrió que el verte ahora brincando triunfadora entre gritos y exhalaciones precipitadas sobre mi cama significaría irreparablemente que habrías tomado el último rincón de mi intimidad y con ello el control absoluto de mi vida, a lo que, tú sabes, me niego rotundamente.

Y entonces, tras darme cuenta que, y no lo digo por ti, aún me gusta malgastar mi tiempo escuchando mensadas, me levanté trastabillando para correr a mi alcoba y corroborar que de ninguna manera mis ganas voluptuosas y las tuyas se habían consumado, dejando como saldo único, en mi cama, tu cuerpo inerte, lleno de sueños, al lado del aroma de tus secreciones y quizá también de mis lágrimas y mis confesiones de este idilio tormentoso. Pero afortunadamente nada hallé en las sábanas, donde sólo se encontraba revuelta mi colección de revistas obscenas con las que tanto me divierto y con las que inexplicamblemente me acuerdo de ti; aunque de anoche no recuerde en lo absoluto por más esfuerzos que haga. Tú, en cambio, me telefoneaste por la tarde para decirme que acababas de despertar, y que la noche de anoche jamás (y remarcaste el jamás) la olvidarías porque "nuestro" amor era verdadero.