jueves, diciembre 22, 2005

xmas

Caminaste y corriste por los recodos más recónditos de esta laberíntica ciudad para, ya más tarde me enteraría, darme una noticia triste; hasta que, en la cantina de la que soy fiel parroquiano y en la que por vez primera devolviste sobre mí jugos gástricos y etílicos que tu estómago no quería, me encontraste al lado de tu hermana, la que siempre se quejaba de mí, bebiendo del mismo trago y felicitándonos con demasiada efusividad por estas fiestas de fin de año, lo primero porque el dinero se nos había terminado y lo segundo debido a que había sido una casualidad que ella y yo nos encontráramos ahí, algo que parece no comprendiste porque apenas si podíamos balbucear y estructurar frases coherentes, pese a que aún fueran las seis de la tarde. Pediste entonces, sin más, que necesariamente nos moviéramos a mi casa, el único lugar en el que podíamos arreglarnos los tres, argüiste, y en donde tomaste un par de minutos para encerrarte con tu hermana y sabotear su mareo a través de un poderoso chorro de agua, mientras yo debía meditar, según tú, sobre mis irresponsables actos de embriaguez, lo cual no logré hacer, ya que mi imaginación comenzó a tramar una escena escandalosa y perteneciente al terreno de mis fantasías furtivas, en la que yo accedía a enjabonarle el cuello a tu hermana y los tres lavábamos nuestras culpas y dejábamos escapar por la coladera toda nuestra agotada lujuria. Aunque no hubo nada de lujuria y sí mucho de culpas, pues luego de que saliste arrastrando a una borracha que rechinaba de limpia, la sentaste a mi lado y comenzaste un sermón cuyo final ignoro porque lo siguiente que recuerdo es que desperté al lado de una carta en la que explicabas que tu tristeza era doble no sólo porque precisamente hoy partes a París, a hacer tus estudios en la Universidad de Sorbona, sino también por el amargo recuerdo que te llevas de mí.