martes, diciembre 13, 2005

no me condenes II

Callaste como por necesidad enferma desde la vez primera en que nos miramos fijamente a los ojos, mientras al parecer yo preguntaba en silencio si tendrías pretendiente o algo que se le pareciera y, verbalmente, algo que no recuerdo porque emprendí un cuestionario que pronto finalicé al ver tus expresiones que por lo visto mostraban que caías en cuenta de que fuera yo un hombre de talento para improvisar e interpretar monólogos que podían ser lo mismo interesantes que completamente soporíferos —sobre todo soporíferos—, lo cual, al paso del tiempo y tras varios meses de noviazgo —nunca debí dejar que ocurriera, lo de tu mutismo, aclaro— es algo ya tan necesario ahora porque, ya ves, no te interesa hablar siquiera de lo tanto que padeces las recientes temperaturas tropicales y los inesperados chubascos, por citar un tema más bien pasajero y banal, y es que si me pidieras extraerle agua a una roca, eso sería más factible a que tú hablases sobre cualquier asunto tuyo porque lo más íntimo que conozco de ti es un NO que de tanto que lo repites, pienso a veces que quizá es mi segundo nombre de pila, y acepto de muy mala gana que, como me lo has hecho entender, desde esa vez primera, calladito me veo mejor, como tú, ahora mismo, en que has decidido no dirigirme una sola palabra por cuestiones que no quiero ni mencionar pero que si me dejaras explicar te enterarías que acaso es sólo una mentira el que yo no te haya dedicado un fervor malsano ni a ti ni a esos ojos tuyos tan inusitados, que extraño tanto porque hace días que no te he visto ni he conocido otra cosa que insomnio y una ansiedad despiadada que me mata y me consume, y que me ha hecho cambiar los tragos diarios, y tan siempre coquetos, de Herradura Reposado, por contundentes dosis de cloracepán y lagartil, las cuales —trato de alegar— tuve que suspender a los tres días porque articulaba palabras (y me comportaba) como si hubiera sido sometido a una lobotomía, que sé que podría parecer que tal es mi estado cuando me decido y me excedo en beber más de lo que cargo para gastar en tequilas que acompaño con cervezas a las que pude afortunadamente regresar al cambiar mis medicamentos alópatas por uno bastante soso, ñoño y apenas perceptible llamado passiflorine, que me medicó un cantinero el día en que decidí —a pesar de las advertencias que había recibido por parte de mi médico— no volver tomar aquel recetario de pastillas raras, y comer servido por este buen samaritano que me aseguró que la ventaja de tan aparentemente débil ansiolítico era que no había problema si se combinaba con alcohol ni mucho menos, ya que por años ha sido la receta secreta con la que mantiene fieles a sus eternos, tristes y depresivos parroquianos, de los que ya conoce a detalle sus historias, y con los que, tal parece, pudo identificarme como uno de ellos, advirtiendo de inmediato que debía medicarme o soportar, no mi trágica o cómica desventura, sino mi tan animada y siempre bien interesante forma de conversación, que, supongo, es lo que me mantiene todavía cuerdo y entretenido en este malentendido que, espero, por mi salud física y mental —y sobre todo por la del cantinero, que según sospecho piensa que mis inevitables monólogos y mi histriónica manera de mover y sacudir las manos e iniciar discusiones que sólo yo entiendo son parte, no de la ebriedad que cada vez tiende más a pelearse con la tolerancia que mi cuerpo ha ido adquiriendo con el tiempo hacia el alcohol, sino más bien a mi perturbado y dañado estado anímico, fehaciente en mi aliño, que lo obliga a confinarme en el rincón más oscuro y apartado de su cantina con el pretexto de que ahí, lejos del ruido, puede escucharme con atención sin perder detalle de mi entusiasta y vivaz parrafada—, sea aclarado lo antes posible porque, aunque como algunos malintencionados insisten, no tenga yo traza de buena persona, puedo asegurarte que lo más que se me puede reprochar es la embriaguez y la desmemoria que me ocurrieron hace un par de días en que salí corriendo a un famoso bar esnob de Coyoacán en el que callado —por increíble que te parezca— pensaba en las innumerables veces en que accediste a acompañarme a beber un par de tragos, mientras yo hacía mis cotidianos y rutinarios desfiguros y tú movías la cabeza en signo de desaprobación, y quizá vergüenza, pero que terminabas por perdonar y olvidar con un beso, cuyo insultantemente dulce sabor —como ya te lo dije—recordaba yo en ese momento, entre copa y copa, y al entreabrir y cerrar los ojos y querer evadirme de esta tragedia, y que más me valdría no haberlo hecho porque al noveno trago volví a cerrar los ojos y, al abrirlos, me di cuenta de que era ya de día y de que la cabeza me dolía no por la cantidad de alcohol que había ingerido, sino por el duro cemento de la banqueta en la que había yo pasado la noche soñando que el malentendido había sido producto de una pesadilla fatal y no de esta realidad dura y seca que cada día me pesa más, sobre todo por el silencio al que me estás condenando, ya que más allá de las palabras que pudiera yo hilar de manera coherente, o más bien torpe y de pena ajena como suele suceder, o por lo que tú estás dejando de decirme —y ya olvídate siquiera de tus hermosos monosílabos con los que tan bien nos entendíamos—, sufro de manera rara el mutismo al que me había acostumbrado y que, a pesar de que sigue tan o más vigente que hace unos días cuando todavía nos queríamos, me parece extraño que yo te extrañe de forma tan particular y, si no para remediarlo al menos para no sufrirlo tanto, no haga más que mediar mi vida entre la casa y la cantina —y no de la cantina a la banqueta—, pues desde aquellos efectivos medicamentos —primero los del terapeuta y luego los del buen hombre que sirve las copas— he podido dormir algunas horas más y dar un espacio más amplio a mi otrora voraz hambre que ha hecho, junto con los ingentes y deliciosos galones de licor que me he dado a la tarea de beber durante estos últimos años, una repugnante coladera a mi estómago, pues desde hace varios meses se me presentó y desató una terrible y dolorosa gastritis que me obliga ferozmente a beber, al parejo de mis Herraduras, una botella diaria de antiácido que, entérate, forma parte ya de mi dieta y de este modus vivendi que presumía yo que ya conocías, entendías y tolerabas, pero que de hecho, según presiento, debe aburrirte, ya que si bien es cierto que —deja que insista— a tu lado he pensado que, lejos de escribir, conjugaré el futuro perfecto, tú habrás preferido quizá enseñarme cabalmente lo que es el presente indicativo, sin subjuntivos ni imperativos, en el que admito que mi sorpresa, que es grande, no ha sido mayor que mi desconcierto al advertir lo verdaderamente imbécil que he sido y soy, al no querer ver que es más bien tu silente cariño el que se me ha venido a revelar en todos estos días aciagos en los que —y deja por favor que mi cursilería explote o que por lo menos domine esta vez sobre mi patanería, porque si bien acepto que tus caricias y toda tú me orillan y provocan una lujuria patológica y exquisitamente placentera, admito también que es más aún el cariño, la admiración y el fervor que en mí provocas— me he dado cuenta de que vivo enfermo de no verte y de que desearía tener y probar de nuevo, en este instante, los recurrentes besos aguardentosos que acostumbramos en algún tiempo y con los que tanto nos divertimos, y no la cara de este horrendo cantinero que al principio fue de risa pero que ahora se transforma, tan sólo al verme, en rostro de compasión y sobre todo de aburrimiento y fastidio, que trata de ocultar tras un “me preocupas”, y también de repetirme hasta el cansancio que debo hablar contigo y pedirte que no me condenes a no volver a escuchar tus risas y carcajadas, tus ojos inusitados, tu olor aderezante, en pocas palabras, a estar sin ti.