Desde niño las cuestiones religiosas me daban miedo. No se trataba de hablar de ese lugar común en el que un hombre semidesnudo cuelga de una cruz por unos enormes clavos, mientras cantidades de sangre escurren por sus carnes lastimadas, y uno se esconde tras la falda de la madre al ver al lacerado que dice se entrega para redimir a la humanidad de sus supuestos actos "malvados". No. Las cuestiones religiosas implicaban necesariamente ese inexplicable acto de fe, en el que el móvil, el fundamento, se centra de una forma u otra en una intención furtiva.
Recuerdo a un maricón malabarista que con ramas de pirul, huevos y una gallina negra en mano, lanzaba conjuros virulentos en los que además de restregar los pirules por todo el cuerpo de mi anciana vecina y convocar extraños y conocidos espíritus al ritmo de un cántico que lo único que lograba inspirar era una zozobra oscura, nos maldecía a un grupito de escuincles y a mí, porque aseguraba que nuestras almas formaban parte de esos seres del más allá que tenían hechizada a la nonagenaría, por nuestras "perversas" actitudes frente a la vida. Chamacos feos, yo sé que ustedes son unos cerdos y que todos los días se agarran allá abajo cuando ven las obscenas revistas de sus padres, decía el malabarista con palabras harto aburridas, mientras manoseaba el lugar donde se suponía debía tener o tuvo su sexo. La consigna inmediata entre nosotros mocosos era ese pinche maricón te estaba mirando a ti y te va a llevar a comer pirul con caldo de gallina negra, y darte besos en la boca, lo cual tratábamos de negar asegurando que no era a mí al que le clavaba esos ojos delineados por cosméticos baratos.
Entonces, como ya lo había dicho antes, no eran las friegas que el brujo afeminado le propinaba a la anciana, cuyo cuerpo en verdad no necesitaba alejar malos espíritus sino únicamente descansar para siempre; ni tampoco era el lenguaje que había adquirido el malabarista tras haber sido educado en una familia de albureros. No. Lo que nos perturbaba era la intención malsana con que lanzaba miradas llenas de odio y lujuria. Y también con la anciana, a quien las sandeces mariconas sólo le hacían pensar que tras semejantes vibras, alejaría todo mal de ojo, vudú o hechizo que pudiera tener, incluyéndonos a nosotros que gustábamos de hacerle burla por las decenas y decenas de gatos que tenía en su casa, y que probablemente serían la verdadera causa de sus enfermedades y padecimientos, ya que a la exorcisada no sólo no le daba tiempo de limpiar las heces de sus felinos sino que preparaba diariamente sus alimentos de ella y de sus animales en condiciones muy insalubres.
Y también en el lado anverso.
Mi obesa y campechana tía vivía en la calle aledaña y yo la visitaba invariablemente todos los días para llevarle algunos recadillos de mi madre, pero sobre todo para admirar una extraordinaria capilla que había levantado en el comedor de su casa y en la que había más figurillas de madera y plástico, e ilustraciones, que en la iglesia de la esquina, sin contar, claro, con una ingente cantidad de veladoras que otorgaban un aspecto siniestro antes que tranquilizante. Mi gordita pariente gustaba y disfrutaba cada una de las veces que se inclinaba frente a su colección de monos y estampas a rezarle a todos lo santos y pedirle hasta por el bien y la salud del caldo de res, las tres piezas de carne, el kilo de tortilla y el litro y medio de agua de horchata que acababa de llevarse a la boca, sin, por supuesto, sentir remordimiento alguno por su insaciable y abominable gula.
El miedo se apoderó también de mí al ver cómo se comportaba mi recta, redonda y tan bien conducida tía, pues lejos estaba yo de tomar esa cordura y compostura con la única intención de quedar bien con un dios que castigaba y me exigía de una fe ciega que mis padres no habían logrado inculcar ni yo aprender. Eran matices los que diferenciaban unas intenciones de las otras: al brujo maricón le bastaba con encender una veladora negra y hacer uso de su bien lograda violencia verbal, mientras que a la hermana de mi padre las veladoras blancas y las frases en las que incluía palabras como no-merezco, perdóname, servidora, castígame, a-tus-pies, líbrame, de-rodillas y otras más que mi memoria ha suprimido por cuestiones de salud mental, le valían que todos los días quisiera mirarla con morbo encender las decenas y decenas de veladoras y contemplar con sorpresa sus ojos en blanco que sucumbían por un Padre nuestro que le llevaba al orgasmo.
Y conste que todo fue por sus creencias religiosas y esas intenciones furtivas que lejos de tomarme de la mano y llevarme a un estado placentero, me orillan al miedo y a la angustia.