Ayer tenías frío y fiel a tu costumbre pediste que te abrazara y apretujara con un fervor que sólo ya tú imaginas y recuerdas, porque, a lo que a mí respecta, al escuchar tu repetitiva invitación me dieron unas todavía reprimidas ganas de responderte que si querías entrar en calor lo único que podía hacer por ti era apedrearte; y es que, si vamos a ser sinceros, me aburres tanto o más que cualquier libro de poesía joven.
No, por favor, no quiero que me tomes a mal este comentario, pero así como me confesaste tu inexplicable intolerancia hacia mi manía de pasar días enteros encerrado sin comunicarme en lo absoluto contigo o nuestros amigos comunes —días en los que paso horas y horas vegetando y escuchando brit pop y alguna que otra ópera wagneriana, mientras entre otras cosas pienso cuál es el sentimiento que aún nos liga—, así te soy franco, y asimismo te juro que muy a pesar de que vives a la vuelta de mi casa, me da una soberana flojera, ya no digamos de ir a verte, sino de alzar el auricular y llamarte.
¿Recuerdas la noche en que caminábamos por las húmedas calles del centro de Coyoacán y tú te sujetabas de mi brazo mientras me contabas cuentos léperos al oído para avivar mi imaginación y lujuria? ¿Y recuerdas que tras el lascivo beso que te propiné para que te callaras y me dejaras pensar tranquilamente en una carta que debo escribir a una editorial regia para evitar a toda costa que publiquen un manuscrito apócrifo que les mandé, te comecé a recitar de memoria un pasaje de El jardín de la luz Pues en ese momento sí lograste encender mi mojigata pasión, pero traté de contenerte luego de aquel beso con algunos soporíferos versos que, sin saber por qué, recuerdo y cito a la menor provocación. Pero para mi sorpresa tú me pedías con los labios húmedos y tu cuerpo entregándose que siguiera, que no parara. Eras presa de un éxtasis carnal indescriptible; con ese tono de hablar ensalivado y tierno parecías quinceañera copulando a escondidas de sus padres. Pero mantuve mi cordura y lo único que lograste fue que te pidiera un taxi y te mandara a dormir y a soñar con más versos huertianos, mientras yo regresaba caminando a mi casa y pensaba otra vez en el fastidioso tema de la carta.
Si no fuera por tus lúbricos ataques, cuánta distancia ya mediaría entre nosotros.