domingo, enero 02, 2005

Ya conociste al indio bueno, ora vas a conocer al indio malo, fue la misma frase que aquel personaje hollywoodense galardonado con un Oso de Berlín le profiriera a la protagonista blanca cuando ésta le echó en cara su último comportamiento hacia ella, y que con una espumosa rabia mascullé entre dientes, sólo para mí, al escucharte decir que tú y yo nada hicimos la noche del cambio de un año a otro, porque esa tarde apenas si fueron un par de minutos los que nuestras miradas utilizaron para saludarse y enviarse acaso un inesperado, extraño e inexplicable guiño con tintes de flirteo, que, aseguras, confundí gracias a mi bien logrado estado de ebriedad y alcohol barato, y que quizá éste se debió a una ebriedad malsana, loca y desenfrenada hacia ti, ya que los únicos turbados etílicamente fueron un par de púberes, a quienes les doblábamos la edad, que ingerían nuestras sendas copas mientras tú y yo hacíamos lo propio y lo previo para conocernos de forma bíblica, porque, acuérdate, que bailamos y nos comportamos como si fuera el último día de nuestras vidas, pese a que hubiera un mañana —que hoy ya es ayer— en el que —¿para qué negarlo si medio mundo se enteró?— despertamos casi a mediodía, el uno sobre la otra, más o menos así, y tú, ya más tarde, confesaste tu sorpresa y admiración ante tus amigas y conocidas sobre lo que había ocurrido, arguyendo que todo había sido producto de la confusión y "la ebriedad" que me había hecho alucinar e inventar una historia que empezó, luego de varios tragos de aguardiente y tequila, y continuó, cuando comenzaba el año nuevo, justo en el momento que me tomaste eufórica para besarme y decirme, susurrando, que no me aprovechara de ti, mientras yo, mudo y preso de lujuria, seguía como siempre sólo tus proposiciones de facto y no las verbales: no podrás negar que contigo he sido únicamente dócil y un verdadero asno... pero ya no: guárdate de mi desprecio.