Yo tuve una novia muy pobre (ojos inusitados). Llamábase María: vivía en un suburbio. Acabamos de golpe: su domicilio estaba contiguo a la estación de los ferrocarriles, y ¿qué noviazgo puede ser duradero entre campanadas centrífugas y silbatos febriles?
María se mostraba incrédula y triste: yo no tenía traza de una buena persona. Su desconfiar ingénito era ratificado por los perros noctívagos en cuya algarabía reforzábase el duro presagio de ella.
¡Perdón, María! Novia triste, no me condenes: cuando oscile el quinqué y se abatan las ocho, cuando el sillón te mezca, cuando ululen los trenes, cuanto trabes los dedos por detrás de tu nuca, no me juzgues más pérfido que uno de los silbatos que turba tu faena y tus recatos.