Con cierto temor a mi reacción y con un húmedo y caliente halo que se condensaba en mi oído, me confesaste ser partidaria de aquella sentencia que obliga a tratar siempre a una mujer con el mismo respeto que le prodiga un plebeyo a su generosa y justa soberana, pero que a la hora del ayuntamiento debe uno dedicarle los mismos maltratos y oprobios que le merecen la más popular e intimada de las cortesanas, porque, al fin y al cabo, concluías, es lo mínimo que puede hacer un hombre por la suya. Yo, desde el momento en que salimos de aquella sala de cine, había evadido cada una de las tantas tonteras que tanto te gusta discutir hasta que la garganta se te desangra y vomitas no sólo cuágulos, sino también más improperios en contra de quien se deje, y pensaba entre tanto qué le diría a la ex mujer de Krauze que inexplicablemente consiguió mi número telefónico personal y me pidió que uno de estos días tomáramos un café y charláramos de temas más bien personales, ya que su comportamiento me pareció poco ordinadirio la última vez que nos vimos en un evento social al que asistí por casualidad y en donde ella me llevaba de la mano de un lado a otro presentándome con hartos fulanos y fulanas. Pero no tuve oportunidad de terminar con mis perogrulladas ni de seguir ignorándote porque tu contundente afirmación me orilló a pensar que te referías a que probablemente querías probarte como contorsionista o acróbata a la hora de intercambiar fluidos, y se me ocurrió que tal vez me estabas proponiendo materializar y consumar lo que dejamos inconcluso por culpa de tus necias ideas acerca de que no me importas ni me interesas en lo más mínimo.
Los ojos me brillaron y me volví con una sonrisa para mirarte detenidamente y comprobar que hablabas con plena seriedad. Y no supe ya entonces si había sido una broma de pésimo gusto o si, como aclaraste enseguida, estabas convencida de que debías conducirte como meretriz no para volver tu vida sexual un canto épico lleno de gloriosas batallas, sino más bien para que al momento de que te sumaras con otro alzaras la mano y pidieras que la cuenta se depositara ahí. Y te aclaro que no logré dilucidar tus aseveraciones puesto que mientras terminabas con aquel enunciado, ya me habías tomado del cuello y mordías el lóbulo de mi oreja, para luego alejarte corriendo y cambiar de tema inquiriéndome por la respuesta que me había dado la editorial regia por el libro apócrifo que les había enviado meses atrás.
He pensado en ti todos estos días y no sé si es ya hora de pagar todos mis desprecios.