sábado, agosto 28, 2004

Debo confesarte que la sola idea de que no podré verte tantos días, y no hablemos ya por favor del tiempo en que tendré que esconder las insultantes y torpes maneras que tengo para dirigirme a ti, me llena de una callada tristeza que jamás imaginé volver a sentir y que sentí el día que como bruto e imbécil te despeiné y casi desvestí sobre Canal de Churubusco mientras tú no acertabas a correr o quedarte y hacer otro tanto sobre mí, porque muy a pesar de las tiernas caricias que busco y trato de evitar al mismo tiempo, cada una de tus ya desgastadas negativas me han dolido como una coz en la quijada, pese a que repitas e insistas que es algo que ya has dicho una cantidad exagerada de veces, y que, por mis inocentes y salvajes actitudes, prefieras permanecer en silencio los momentos en los que no hago más que contemplarte y pensar que, efectivamente, lo único que deseo es estar junto a ti, porque, entérate una y otra vez, eres, de forma extraña e inusitada, todas las mujeres que he querido tener, y yo quizá, sin pretensión alguna y de igual manera, todos los hombres que te han querido y deseado, y que de esto tendrías que haberte dado cuenta no sólo desde la vez en que te descuidaste y te tomé por sorpresa, sino también porque y sin que haya sido tu intención has ocupado todos mis días y noches, desde no sé cuando, con un fervor y una desmesura que desconoce límite alguno, y que aunque lo más seguro es que en estos momentos estés pensando en problemas que afecten probablemente más tu vida, yo me empeño además en olvidar que no he sabido estar a la altura de tus exigencias.