Hube de enterarme que tras aburrirte en aquella mugrosa y maloliente playa en la que te paseabas, tuviste unas aterrradoras ganas de verme para babearme de manera insultante y sucia (aunque habrás de saber que además de que tu sucia lengua me repugna por sus bien logradas ignominias, la extraño también en grado superlativo por su viscosa amargura), pero que luego de varias llamadas que dejaste en la contestadora, en las que hablabas de forma pegajosa y te quejabas con un ah, eh, ah, ah, dando la impresión de que te habías golpeado, decidiste meterte en un cyberplayero café, escribirme lo mucho que me extrañabas y navegar en la red en busca de todo lo que de mí hubiera, porque afirmaste, con un dejo de amor falso que aún funciona en mí haciéndome creer que eres la mujer que me convertirá en un héroe del sentimiento barato, que me necesitabas irremediablemente de manera desmedida y exasperada.
No lo hubieras hecho.
La rabia te deformó el rostro, me confesaste, porque tu ojo errante en una página electrónica te dio cuenta, según tú, de mi unilateral, maquillada e hipócrita relación epistolar, exhibiendo tus tantos y tantos insultos y mostrándote como una mujer llena de soberbia, altanería y arrogancia, lo cual negaste rotúndamente con una mirada turbia que en ese momento me hizo sentir el ser más misarable del planeta. Eres tan cobarde que no te atreviste siquiera a firmar con tu nombre todas tus bajezas electroepistolares, continuaste, a la vez que me pediste reescribiera nuestro "impoluto y hermoso" idilio, y destruyera todas mis parrafadas que tan atinadamente, y con una desconocida lucidez, llamaste Miss O' Hinnia Letter's, o por lo menos eso entendí, cuando, acostumbrado a escuchar el murmullo de tus gritos mientras doy rienda suelta a mi imaginación, pensé entretanto que lo que en verdad debía reescribir era aquel episodio intenso y dramático, que más tarde, le confesé a mi otrora enamorada, titularía Crónica de la conquista de la Nueva Extraña, texto en el que de manera puntual y precisa hablaría de la relación que sostuve con esta conocida exbailarina letrada.
¡Mario!, ¡Mario!, ¿me estás oyendo, imbécil?, me preguntaste en el momento exacto en el que pensaba cómo podía convertir mis magros intentos lúbricos, con aquella letrada, en escenas picantes y divertidas; mientras tú continuabas tu monólogo y rompías en llanto exigiéndome de manera inmediata hiciera público mi nombre y diera por terminadas mis confesiones electrónicas, y otras tantas cosas que apenas si pude entender, porque me perdí pensando que probablemente podría decir que me llamo Pedro o Juan, pero que de ninguna manera dejaría de malredactar este diario, que tantas lágrimas me ha costado y que tanto alivia a mi corazón oprimido.
Bien poco me interesa cuántas veces te encuentres en hypertextos, o lo que cualquier lector metiche en nuestra relación piense de mi identidad.