Fue más o menos a los veinte años cuando, por conocer y saber bien pronunciar tres palabras en un idioma ajeno al mío, me invitaron muy cordialmente a trabajar subtitulando películas pornográficas en una empresa clandestina que había sido montada en incierta casa del barrio Romero Rubio, y en la que pasé varios meses frente a un monitor, sentado en el libreto que querían doblara, tomando notas para hacer algo apoteósico de la relación que sostenía con aquella rubia llorona que idealicé en más de una golosa actriz, pero que, irónica realidad, semanas más tarde, me confesó saber y haber practicado en días recientes tales piruetas con un atleta amigo suyo, y terminó implorando que antes de mi enojo necesitaba irremediablemente de todo mi apoyo, ya que, pensaba y presentía, bien podría terminar alumbrando en un par de meses y semanas, en las cuales no tuve más remedio que gastar mi dinero pornográficamente bien habido en consultas y doctores que terminaron colocándole dispositivos extraños entre lloriqueos rubitos y frases en las que retomándome como verdadero imbécil me pedía neciamente fuera yo su pareja por los siguientes cincuenta años, a lo que, antes de lanzarle a la cara que lo idiota no me podía durar siete décadas, le dije sin presunción que al no saber en realidad de otras lenguas, había yo inventado los diálogos de todas las erotopelículas que había subtitulando, utilizando, primero, nuestras sendas conversaciones y, después, imaginando las recortadas y quejosas charlas que nuestra ropa podría escuchar en un rincón, y cuyo resultado anhelé fuera no una confesión como la que me había hecho sino una ilustre carrera en el mapa de las letras nacionales, porque tal era el destino que quería trazarme; aunque mi destino, descubrí, fue que se carcajeara diabólicamente otra vez de mí.
Me ilustraba mis recuerdos esta imagen porque me detuve a cavilar sobre el último billete electrónico que me hizo llegar para hablar de lo que usted considera prosa y también en el comentario que le referí sobre sus bizarros gustos literarios, y que por supuesto estoy abierto a debatir y argumentar que sí, ni modo de negarlo, alguna ingrata ocasión el onanismo mental me ganó y me descubrí soñando, no sólo a partir de esta penoso incidente sino de una interminable hilera de sucesos, que quizá mi vocación y oficio estaba en las letras, y que, lejos de seguir la congénita condición de pobretariado que me legó mi padre y al él el suyo y así sucesivamente, podría gastar mis días en cafés parisinos escribiendo epopéyicas novelas y sesudos ensayos literarios que enaltecerían la narrativa de este desvencijado país y toda Latinoamérica, y que me valdrían tanto el reconocimiento de generaciones y generaciones y cantidades y cantidades de dinero, que me permitirían darme la gran vida de despilfarro que nunca he tenido y que, por lo que veo, nunca tendré.
Debo aclararle que he olvidado ya aquella pueril y absurda querencia de ser escritor, y si me tomo un par de minutos al día para amontonar palabras o para leerlas es porque la ociosidad me gana, y lejos de su planteamiento con el que estoy en completo desacuerdo, no encuentro claridad alguna cuando typeo o leo, pues si en algo me he especializado es en dudar, que no es otra cosa que la resaca de cualesquiera lecturas: mientras uno las consume parece que vive un estadio verdaderamente placentero, para luego hacerlas a un lado y sumergirse en pavorosas y devaneantes ideas que crecen y se multiplican al compás de otras tantas lecturas que me llenan de oscuridad, misma que usted me imputa junto con esas características religiosas que sólo he conocido en la literatura y que encuentra obligadamente en mí por su romántica educación y formación que, pese a que no le importe, le ha valido el reconocimiento internacional de escritores y críticos por su trabajo poético, el cual se ha afanado en mantener al margen, no sé si por auténtica humildad o exagerada soberbia, pero que me ha convertido en seguidor incondicional de su trabajo.
Su pésimo gusto se cuece a parte.