El enojo se te escurría desde la garganta como espuma, tras la frase pública que te arengué luego de que al verme te me lanzaste al cuello y me dijiste que una inconmensurable alegría te llegaba y llenaba tanto como el día primero en que la concupiscencia nos envolvió en sus manos; porque, para que lo sepas de una buena vez, me he escondido de ti en ocasiones sobradas para no escuchar el aburrido estribillo de cuánto te has perdido pensando en mí, así como los coros letales y fatales que conjugan verbos como querer, amar, olvidar y otros muchos que te taponean la boca de tantas cursilerías que dan ganas de cerrártela a pedradas, pero que, ni necesidad, porque bastó únicamente con un lástima que no pueda decir lo mismo, para que, primero, se fragmentara y disolviera el fervor que emanabas y apestabas, y, segundo, transformar tu rostro a rabioso y deseoso de una explosión de oprobios que lograron sólo implotar en lágrimas y una frase digna de los más baratos dramas y farsas hollywoodenses que apenas si pudo escapar de tus apretados dientes y que rezaba te aborrezco y te odio: palabras que me han llenado de felicidad porque, espero, sea ése nuestro último encuentro.
Tú, ahora sí, me haces feliz.