Luego de todos estos días en los que no habíamos cruzado palabra alguna, hablaste iracunda por teléfono para, con toda la fiereza que tus molares y colmillos te permiten, aventarme en cara que te habías enterado que el domingo anterior me vieron caminando por la avenida de los Insurgentes al lado de una mujer de ombliguera que no paraba de reír ante la sarta de incoherencias que se me ocurrían, así como por las viscosas cosquillas que mi inquieta lengua le provocaba en su agridulce cuello de cisne. Cállate, pendejo, me tienes harta, eres un pitofácil, aseveraste haciendo gala de la finísima educación que siempre te caracterizó y con la que te diste a conocer en esas cantinas apestosas de las que me telefoneabas para que fuera a por ti y pagara la cuenta, porque, sobra decirlo, pero en esos momentos te volvía a renacer inexplicablemente una desbordada pasión por mí.
Pensé que tu llamada tenía como fin último saber qué ha sido de mí durante estas largas semanas, o para plantearme una solución para sacar el televisor de tu padre de la casa de empeño o, por lo menos, para ayudarte con la mudanza, otra vez, del cuchitril que rentas en Xochimilco a la casa de tu hermana la menor; pero no, parece ser que lo único que te mueve son tus arranques malévolos por molestarme y el malsano objeto de poner fin a mi vida con las demás mujeres. Desde hace años que te conozco, y no has hecho más que ponerme piedritas en el camino y utilizarme como imbécil y salida a tus tantos y absurdos problemas y mentiras en las que ya no caigo porque me sé al pie de la letra cada una de tus artimañas: cuando te comenté que sin saber por qué fui a parar al último rincón de este país y caí rendido a los pies de una mala poeta etílica, utilizaste una más de tus mentiras y argüiste que estabas encinta y que indudablemente la autoría pesaba sobre mis hombros, pese a que tú misma no creiste una sola de tus palabras porque sabías que la única vez que amanecí a tu lado fue cuando enfermaste de varicela y tu madre me pidió que viera por ti mientras ella regresaba de Boca del Río.
Y aunque no has dejado de llamarme onanista amateur, en activo las veinticuatro horas del día y de la noche, no había levantado el silencio porque me tenía sin el menor cuidado lo que pensaras de mí y de mi rutinaria y monótona vida, en la que habías desaparecido hasta el día de ayer en el que tuve que soportar la saliva que escurría del teléfono por tantas y semejantes majaderías e insultos. No, querida, no más, puedes ya buscarte otro más imbécil que yo para tu puerquito porque no estoy dispuesto a soportar uno más de tus somnolientos arrebatos.