domingo, enero 16, 2005
Toda mi casi inextinguible verborrea que poseo y que me ha valido no sólo los cumplidos de desquiciado mental sino también los comentarios de mujeres hermosas muy bien halagadas (como el jueves pasado en que, mientras charlaba acaloradamente con editor en un café ubicado en pleno corazón de Coyoacán, puse a rodar toda mi maquinaria y me armé de valor para acercarme a Cecilia Suárez y decirle hola, soy Nicoménicus y he visto todas tus películas, a lo que ella sonrió y musitó sensualmente un mucho gusto, yo he leído varias veces tu página y creo que eres un tipo encantador —o por lo menos creo yo fue lo que pensó al mirarme en silencio—, y que tras escucharme un par de minutos me dio un teléfono al que sugirió le llamara) desapareció por completo al verte el día de ayer, pues lo único que se me ocurrió balcucear, en medio de bien logrados titubeos y tartamudeos, es que mi madre, a quien conociste hace casi medio año, no ha dejado de preguntarme por ti e inquirir en cuándo irás a casa para conocerte un poco más, porque, hijo, entiende que ella es una chica que además de bella vale la pena, ya que te alejaría de esa vida tan irregular, desordenada y errante que llevas, la cual, supongo, ignoras, puesto que son ya varios los años en que apenas si te he visto y hemos cruzado un par de palabras, y es que, si te soy sincero, mi estulticia y torpeza se vuelven lúcidas y dan lo mejor de sí, coadyuvando a comportarme como verdadero imbécil, y que seguramente es lo que sigues pensando de mí, a la vez que yo me doy cuenta de que nada ha cambiado entre nosotros, pues sigo siendo el mismo imberbe al que le tiemblan las rodillas al mirarte los ojos, i . . a.