martes, marzo 29, 2005

Recibí con alegría y ánimo de adolescente tus gozosas y perturbadoras entregas que me llenaban de deseos desordenados al abrir cada una de ellas, aunque poco me durara el gusto y las ganas, ya que, e ignoro el porqué, en los sobres veía horrorizado tan sólo hojas y hojas en blanco, sin ninguna palabra, sin rastro o indicio alguno de ti: ausente estabas, y es que a pesar de estas entregas súbitas, no hay noticia sobre tu persona, nada que me hable, porque tú así lo desees, de quién eres o has sido, y yo, me doy cuenta, estoy sólo al margen.

lunes, marzo 21, 2005

Entumido por el frío y el alcohol, caminaba ya muy de madrugada por Paseo de la Reforma, pensando entretanto —y ya de forma mecánica y aburrida, porque sin dinero ya no había otra cantina o centro nocturno a donde ir— que dentro de un par de días —hoy precisamente— se cumpliría uno más de tus treintaytantos natalicios, y yo, simplemente para no perder costumbre, lo pasaría disimuladamente por alto, fingiendo no recordar en lo absoluto ni lo más mínimo sobre ti, aunque en gran parte sea verdad y no lleguen a mis recuerdos los tuyos ni por equivocación o casualidad (o con una patología que desearas que de ti hubiera adquirido) o te llamara y escribiera —tal como tú sí lo has hecho— para decir que no es cierto que viva con las escenas candentes, pero no sé por qué tengo siempre ganas de telefonearte y decirte que aquéllas fueron y son maravillosas, y que si las repites me tengas en mente, lo cual, estarás completamente de acuerdo conmigo, no haré siquiera en broma, porque, las escenas candentes, como eufemísticamente las llamas, son sólo un recuerdo: las únicas que alcanzo dibujan apenas un bosquejo que a lo sumo produce risas y pena ajena, y que más valdría no revivir por el bien de tu salud mental —que por cierto, he pensado, está en verdad más dañada y atrofiada que la mía, ya que yo no veo moros con tranchetes en donde no existen: mira que asegurar con tanta seguridad que, luego de que hurgaras en mi correspondencia pública, hay cartas que te he escrito sin avisarte, poniendo en evidencia no sé qué tantas tonteras, que nunca acabas de enumerar, o porque o finges demencia o porque tu maldito teléfono móvil (que cargas hasta en sueños) corta la comunicación— y tus relaciones con el sexo opuesto, porque, apuesto, de ti se han apartado ya las cantidades de pretendientes que, muy entusiasmados, como yo, la primera vez, terminan por emborracharse y olvidar que salieron con una oradora autolacrimógena, que a lo único que induce es a quedarse enclaustrado en la casa mirando sosas series gringas de televisión y largos y soporíferos infomerciales, preferibles antes que una de tus charlas tristísimas, que hoy estarás ya evocando mientras partes pastel y piensas si te hablaré por la noche, o quizá mañana temprano, para decirte si recuerdo esta fecha —o por lo menos la noche de hace un par de semanas, en la que, tras consumir grandes cantidades de grados licor, no hice más que besarte y otras cosas de las que la memoria, afortunadamente, no me deja hablar—, o si nos volveremos a encontrar en unos días para darnos cuenta de lo bien que nos complementamos (sic).

lunes, marzo 14, 2005

Te fuiste y no pude despedirme de ti.